CUENTO ARMENIO LA MANTA
Había una vez un pobre campesino que vivía con su mujer y sus hijos.
Trabajaba muy duro, pero no lograba procurar a los suyos el bienestar al que toda familia aspira. Alojaba también en su casa a su viejo padre, a quien trataba con respeto y amor filial. Pero la esposa del campesino no podía soportar la presencia del anciano en casa. No pasaba un día sin que se quejase de ello a su marido: el viejo no aportaba nada, se comía el pan de los niños, estaba sucio, era un estorbo.
El campesino sabía muy bien que los motivos invocados por su mujer no eran ni del todo justos, ni del todo caritativos, ni del todo ciertos. Sentía una profunda tristeza por aquel padre que lo había criado con el sudor de su frente y le había dado todo su afecto. Recordaba los largos días de su infancia, cuando su padre salía cada mañana muy temprano y regresaba muy tarde, exhausto, tras haber alquilado la fuerza de sus brazos a los granjeros ricos de los alrededores. No tenía mucho tiempo para dedicárselo a su hijo, pero siempre recomendaba a su madre: “Cuida bien del pequeño; que coma lo que quiera y que tenga buenos zapatos para el invierno. Que por lo menos mi trabajo y mi fatiga sirvan para eso”.
Nuestro campesino se acordaba de todas estas cosas, pero como era un poco cobarde y quería conservar la paz de su hogar, dio a entender al anciano que tendría que dejar la casa, irse a otro sitio, lejos.
-Compréndeme, padre- decía intentando justificarse-, no puedo estar peleando todos los días con mi mujer por tu culpa. Si fuera rico, haría que te construyeran una pequeña casa no lejos de aquí e iría a visitarte con regularidad. Pero sabes bien que carezco de fortuna, que mi casa es pequeña… Además, los viejos deben estar con los viejos y los jóvenes, con los jóvenes.
El anciano callaba, y su silencio aumentaba la mala conciencia del campesino. Hubiese preferido un ataque de ira o un montón de reproches por parte de su padre. Así, por lo menos, también él habría podido enfadarse y recriminarle.
Pero en lugar de eso, el viejo permanecía mudo, con los ojos brillantes de lágrimas.
A falta de argumentos, el campesino terminó por añadir:
-Te aseguro, padre, que lo mejor para ti es que te vayas.
El infeliz respondió por fin:
-Pero, ¿adónde quieres que vaya, hijo mío? Mi propio cuerpo se ha convertido en una carga. Sólo aspiro a morir, pero Dios, que a veces se lleva a los jóvenes, no parece quererme a mí. No tengo un techo, ni siquiera una manta para protegerme del frío, si me veo obligado a dormir en la calle.
El campesino, apiadado, pidió a su hijo mayor, de siete años, que fuese a buscar al establo la vieja manta que servía para abrigar a la vaca en las tardes de invierno.
El niño se fue y regresó poco después, trayendo en sus manos la mitad de la manta.
-¿Que has hecho, desgraciado? -gimió el abuelo-: ¡La has cortado en dos! ¡Tu padre me daba la vieja manta y ú sólo me consideras digno de la mitad! Eres peor que él.
-¿Por qué has hecho eso? -preguntó el padre, enfadado.
-Pero si lo hago por ti, padre -respondió el niño-. Voy a guardar la otra mitad de la manta para cuando tú seas viejo.
El campesino se sintió profundamente turbado por las inocentes palabras de su hijo. Avergonzado y arrepentido, besó las manos del anciano y le pidió perdón por su ingratitud y cobardía. Volvió a admitirlo en la casa y exigió a todos que, a partir de entonces, le mostrasen todo el respeto y todo el afecto que se merecía.
Lo que sucedió a un hombre que iba cargado con piedras preciosas y se ahogó en el río.
Había un hombre que llevaba a cuestas gran cantidad de piedras preciosas, y eran tantas que le pesaban mucho. En su camino tuvo que pasar un río y, como llevaba una carga tan pesada, se hundió más que si no la llevase. En la parte más honda del río, empezó a hundirse aún más.
Cuando vio esto un hombre, que estaba en la orilla del río, comenzó a darle voces y a decirle que, si no abandonaba aquella carga, corría el peligro de ahogarse. Pero el pobre infeliz no comprendió que, si moría ahogado en el río, perdería la vida y también su tesoro, aunque podría salvarse desprendiéndose de las riquezas. Por la codicia, y pensando cuánto valían aquellas piedras preciosas, no quiso desprenderse de ellas y echarlas al río, donde murió ahogado y perdió la vida y su preciosa carga.
A quien por codicia su vida aventura,
sabed que sus bienes muy poco le duran.
FIN
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